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HANS CHRISTIAN ANDERSEN EN OLAZAGUTÍA

El conocido escritor relató en uno de sus libros de viajes su corta estancia en Olazagutía.

El danés Hans Christian Andersen (Odense, 1805-Copenhague, 1875) alcanzó la fama gracias a sus relatos y cuentos, de los que escribió cerca de doscientos, muchos de los cuales se convirtieron rápidamente en clásicos de la literatura infantil («El patito feo», «El nuevo traje del emperador», «La Sirenita» entre otros muchos), traducidos a numerosos idiomas. También escribió seis novelas y muchos libros de viajes.

Andersen realizó bastantes viajes por casi toda Europa, incluida España, que visitó entre septiembre y diciembre de 1862. De las impresiones de este viaje dejó una narración, «Viaje por España», en una de cuyas partes fundamentales, la titulada «De Sevilla a Biarritz», menciona brevemente su paso por Olazagutía.

La imagen que Andersen se llevó de nuestro pueblo no debió de ser muy positiva. Llegó a la estación de Olazagutía (en aquella época fin de trayecto) y no llegó a salir de allí. Sin embargo, en su libro relata que era un sitio oscuro y sucio y destaca la nevada y el fuerte viento que hacía ese día, comparándolo con el de su país. Su experiencia con la gastronomía local tampoco fue muy buena ya que habla bastante mal del pan, el jamón y el vino que tomó.

Extracto completo en el que habla sobre Olazagutía:

Era noche cerrada cuando llegamos a la estación provisional de Olazagutia, donde finaliza el tramo de vía. Una única lámpara de carburo sobre una puerta tenía que dar luz a tres salas de espera; suelo y pasillos estaban encharcados y sucios de nieve derretida y tierra arcillosa.

Aquí uno podía darse, una y otra vez, buenos baños de viento, en caso de desear tal cura de salud, se entiende; el aire y la corriente soplaban como si nos hubiésemos puesto delante de un soplete. ¿Era esto estar en España?, pensé. ¿Era esto estar en un país caliente? Más bien era como cuando en mi país, en el lejano norte, solíamos abandonar la carretera para meternos en las cuadras de una posada, donde las puertas están siempre abiertas y el viento atraviesa el espacio dejándonos el sabor a nieve en la boca.

No tengo ni idea de cómo es Olazagutia, aunque nos detuvimos allí más de una hora; en la oscuridad que nos rodeaba no se veía edificio alguno. Una lámpara solitaria proyectaba su luz sobre los montículos de nieve. Dijeron que allí había un restaurante, los pasajeros tuvieron que andar con nieve hasta las rodillas para llegar hasta él. Yo me quedé en mi sitio, con la esperanza de descubrir nuestro equipaje y vigilar que lo metiesen en la misma diligencia en que iríamos nosotros. Había allí aparcados casi una docena de coches; unos iban para Bilbao; otros, a Pamplona; y otros, para Bayona. Los bultos de equipaje, maletas, sacos de dormir y sombrereras, desfilaban ante mis ojos, iluminados por el reflejo de la nieve. Los bultos eran lanzados a lo alto de cada coche, a tal velocidad, que parecía un número de juegos malabares: habría que dar gracias si, con aquel revoltijo y aquella oscuridad, los bártulos de cada uno acababan en el coche que debían. Por mí parte había perdido toda la esperanza.

Hacía frío y yo tenía hambre. Mi compañero de viaje me trajo algo de comer y beber, que es el hilo de Ariadna que siempre nos guía a través de los viajes largos, y que uno trata de encubrir al relatarlos. El pan era venerablemente anciano, el jamón, seco y lleno de hebras; el vino le hacía a uno añorar el agua tibia de lluvia con anís o cualquier brebaje agrio.

La obra completa fue publicada por Alianza Editorial.